17 de septiembre de 2016

Polvo

Llevaba caminando un par de horas, ya no recordaba donde había empezado a correr ni donde se había tropezado para empezar a cojear… Ya lo había olvidado. Había olvidado al hombre que le había dicho muchas vulgaridades al mirar su escote, había olvidado al hombre que le había tocado el trasero cuando se preparaba a cruzar una calle, se había olvidado también del grito chillón que había sido la respuesta de ese acoso, había olvidado como una mujer le dijo “Vieja borracha” cuando se cayó de bruces contra el pavimento y también había olvidado la sonrisa tan tierna (y coqueta) que le había proporcionado un chico cuando la ayudó a levantarse… ella lo había olvidado todo. Es gracioso, en realidad, porque ella seguía recordándolo, pero en realidad, también prefería olvidarlo.
              El tiempo podía encargarse de muchas cosas, por ejemplo: del dolor. Pero hay cosas que el tiempo no borra, aunque nos parezca que lo haga, el tiempo, a veces, sólo las esconde: el tiempo es como el polvo, el polvo sobre un espejo, el reflejo sigue ahí, pero el polvo se encarga de primero, hacerla una imagen tenue, luego de hacerla borrosa, de pronto es difícil vislumbrar entre las capas de mugre, hasta que en cierto punto, la única forma de mirar la imagen que se encuentra reflejándose es tomar un paño húmedo y limpiar de tirón la capa tierrosa. ¿Qué pasa cuando el paño es embarrado (literal) de manera repetitiva sobre el espejo? La tierra se hace lodo y el lodo lo ensucia todo. Literal, el tiempo es como el polvo. Y cuando uno quiere desesperadamente quitar ese polvo… te ensucias. El polvo y el tiempo, ensucian.
              Estaba ahora de pie enfrente de una casa grande. La casa se veía a través de la reja. Las ventanas estaban tableadas. La casa estaba sucia… llena de tiempo. No tuvo que pensar dos veces antes de saltar la gran reja y caer de nuevo, de bruces, contra el pasto del patio, delante de ella muchos mosquitos levantaron el vuelo, se levantó y de primera intención quiso limpiarse las manos en los tejanos, pero tenían mucho lodo; alzo la vista y entre tanta hierba “mala” encontró varios juguetes. “Tontos” dijo en voz baja “de seguro nadie quiso entrar porque se creen que está embrujada”. Caminó hacia la fuente que se hallaba delante del ventanal y se asomó a la pileta, la cual estaba vacía, su estructura de cemento se veía aún muy perdurable, apostaba que la casa de madera se caería primero que esa fuente con su pájaro en la punta. Uno, dos, tres escalones de madera, una entrada con pilares donde en algún tiempo lejano alguien se había sentado a leer el periódico y a mirar a sus vecinos. “Buenos días viejo Perkins ¿Qué dice la vida? ¿Eh? ¡No me diga! ¿De nuevo la ciática? Ajam… sí. Lo conozco, dicen que es buen médico. Claro. ¡Bonito día!”  Y abrió la puerta.
              Estaba vacía. La casa estaba más vacía de lo que pensaba. Subió las escaleras. Las bajó. Se asomó. Le cayó una araña. La mató. Esto era demasiado poco para tanto que esperaba. Saltó de nuevo y cayó (de bruses) de nuevo. Debía ir a casa.

              El tiempo podía encargarse de muchas cosas, por ejemplo: el dolor. 

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